Minotauro. Una odisea de Paco Porrúa, en El Diletante, por Tomás Villegas


En una época de rabiosa exposición, de vida pública, de literatura del yo, una figura como la del célebremente modesto Francisco “Paco” Porrúa, factótum de la mítica editorial Minotauro y cultor de un perfil que hizo de la invisibilidad un atributo inclaudicable, emerge como un fenómeno extraño, un ejemplo a seguir para aquellos que anteponen el trabajo, la dedicación –la obra– al reconocimiento personal. El traductor, editor y escritor Martín Felipe Castagnet (La Plata, 1986) se propone, en su último libro, una exhaustiva exploración del derrotero de la editorial que fundara Porrúa. Hablamos de Minotauro. Una odisea de Paco Porrúa, que Tren en movimiento editó con dedicada belleza.

“El editor debe ser anónimo –sostuvo Porrúa en una entrevista–, el editor no es más que su catálogo, solo eso cuenta. Si el catálogo es bueno, tú eres un buen editor; si no, eres malo. El diario La Repubblica me llamó Don Nessuno [Señor Nadie], y yo estoy de acuerdo”. Minotauro, hoy día, es reconocida como una editorial que bregaba, antes que por la ciencia ficción, por una literatura de calidad. A no dudarlo: Porrúa estaba interesado, y sobre manera, por el género. Sin embargo, su deseo se afincaba en autores que conocían menos un oficio que los escorzos de la ficción con mayúsculas; las vicisitudes del arte irrestricto antes que las recurrentes triquiñuelas de las fórmulas. El ojo clínico de Paco detectaba clásicos en ciernes allí donde otros veían insulsos manuscritos. El editor publicó, por caso, a Bradbury, a Anthony Burgess, a Ursula K. Le Guin, a J. G. Ballard cuando eran desconocidos y convenció a Cortázar para reunir por primera vez en libro a sus cronopios y famas. Aquí reside, afirma Castagnet, una diferencia sustancial (una más) entre el trabajo de Minotauro, que abrió sus puertas a mitad de los años cincuenta, y el comercio de Planeta, el sello multinacional al que Porrúa le vendió la editorial en 2001; mientras que el editor se arriesgaba por autores prácticamente desconocidos en español y que terminaron, luego, por alcanzar la celebridad, Planeta no hizo (ni deja de hacer) otra cosa que publicar clásicos, esos que Porrúa contribuyó a desarrollar.

A fines de los cincuenta, Paco comienza, simultáneamente, a trabajar en Sudamericana, para convertirse en 1962 en su director literario. Se encargaría (una vez más, apostando a su olfato único) de publicar Cien años de soledad, de García Márquez, de volver a confiar en Cortázar cuando Bestiario yacía, impasible, en los sótanos de la editorial, y en rescatar del ostracismo a Leopoldo Marechal, publicando El banquete de Severo Arcángelo. A fines del '76, activada formalmente la maquinaria de la dictadura, desaparecidos Walsh, Urondo, Conti, Miguel Ángel Bustos, Porrúa se exilia en España.

Castagnet repasa con exhaustividad las distintas etapas de Minotauro: el catálogo, el diseño (con las célebres portadas abstractas de Juan Esteban Fassio como punto descollante), los traductores, y, con la ayuda de testimonios varios, traza un perfil del inasible Porrúa. Paco, lector minucioso, se granjeó también la invisibilidad heterónima del traductor. De verdadera heteronimia debería hablarse, sostiene Castagnet, puesto que Porrúa firmaba sus traducciones con uno u otro nombre de acuerdo con la prolijidad del trabajo. Si la obra era rubricada, por ejemplo, con el nombre de Francisco Abelenda (apellido materno, que utilizó para el pionero Crónicas marcianas), el cuidado de la traducción era de considerable escrúpulo. Luis Domenech, con el que firmó el primer tomo de El señor de los anillos, provenía de la rama paterna y era considerado por el propio Porrúa como el segundo mejor traductor.      

Junto a las voces de algunos familiares de Paco, de testimonios como los de Marcial Souto (de suma importancia para el proyecto editorial), de Pablo Capanna, Angélica Gorodischer, Marcelo Cohen, Juan Sasturain, Andrés Ehrenhaus, Ana María Shua, Luis Scafati y muchos, muchos otros, Castagnet insiste en una operación cara al trabajo de Porrúa: suprimir las marcas genéricas que cristalizaban a la ciencia ficción como un entretenimiento de bajo vuelo, masivo, con sus ediciones pulp, sus portadas estridentes, sus cohetes y máquinas estrambóticas. Así, los prólogos concienzudos (el de Borges, por ejemplo, a la novela de Bradbury), el sofisticado diseño, la calidad de las traducciones y de los textos seleccionados hicieron de Minotauro, antes que un faro para los entusiastas de la ciencia ficción, una fuente inagotable para los amantes de la literatura.

1 de Noviembre, 2023

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